Aprendió de los que escribían en el aire, de los narradores orales, según cuenta en La escuela del relato. Manuel Rivas nació en la calle Marola, en el barrio de Monte Alto, en A Coruña, el 24 de octubre de 1957. El campo de juego de la infancia tenía la forma de un triángulo en el que los vértices eran la Prisión Provincial, el cementerio marino de San Amaro y el Faro de Hércules. Su madre (Carmiña) trabajó de lechera y su padre (Manuel), durante un tiempo emigrado en América, fue músico en orquestas de baile y albañil. La familia se trasladó en 1962 a otro barrio coruñés, Castro de Elviña, un espacio fronterizo donde convivía el mundo campesino y el obrero. Estudió en la escuela pública de Elviña y en el Instituto Mixto de Monelos. Al tiempo que estudiaba bachillerato, comenzó a trabajar por las noches de meritorio en el diario El Ideal Gallego, en la época de las linotipias, cuando todavía los periódicos olían a plomo. Compatibilizó estudios universitarios en Madrid con labores de periodista. Se licenció en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense.
Entre otros trabajos, fue uno de los fundadores y redactores de Teima (1977), el primer semanario escrito en su integridad en gallego, y del mensual Man Común. Antes de aprobarse la Constitución, se le abrió un proceso militar por una crónica publicada en La Región de Ourense. El caso sería sobreseído. Fue uno de los fundadores de la primera radio libre de Galicia, Radio As Mariñas, en 1980. Como profesional del periodismo, ha trabajado y colaborado en diferentes medios de prensa, radio y televisión.
En 1975, había formado parte del colectivo poético y artístico Loia (que editó una revista vanguardista en Madrid, en la que participaban, entre otros, Lois Pereiro, Reimundo y Antón Patiño y Fermín Bouza) y, más tarde, en A Coruña, del grupo de acción poética De amor e desamor (obra recogida en dos volúmenes editados por Edicións do Castro en 1984). Fue director de Luzes de Galiza "revista de cultura, artes y libertades" (1985-1995), donde se publicaron colaboraciones de autores como John Berger y entrevistas a pensadores como Jean Baudrillard o Noam Chomsky.
Es uno de los fundadores de Greenpeace España y formó parte de su primera directiva. En septiembre de 1981, fue uno de los tripulantes del pequeño pesquero Xurelo, que había partido de Aguiño (Ribeira) y que a 350 millas de Finisterre se interpuso a los mercantes que arrojaban bidones con residuos radioactivos en la llamada Fosa Atlántica. Esta expedición fue uno de las primeras acciones de una campaña internacional que consiguió el cierre de los cementerios de residuos nucleares en el mar. En invierno de 2002, a raíz de la catástrofe del petrolero Prestige, actuó como portavoz del movimiento cívico y ecológico Nunca Máis.
Pincha el siguiente enlace:
"El lápiz del carpintero"
http://es.youtube.com/watch?v=rRsTl3AjDAk
"LA ESCUELA DEL RELATO"de Manuel Rivas
"La vida tiene vocación de cuento.
La vida, con toda la caravana del lenguaje, lleva sobre sus hombros la memoria. No es un lastre. Es el peso de los bienes que justifican su viaje hacia adelante. Su sentido. Aunque a veces desconoce el verdadero contenido de los fardos.
En todo caso, cuando la memoria se cae de los hombros de la vida y del lomo de las palabras, porque ha estallado una tormenta, o por descuido, o por indiferencia, sobreviene el impacto de la pérdida, la sensación de vacío. Ha de volver sobre sus pasos, pero ya no se trata propiamente de un viaje hacia atrás. Su tiempo ahora es la nostalgia del porvenir, un presente recordado. Esa temblorosa excitación de las palabras que olfatean el rastro del sentido.
Sí, la vida tiene vocación de relato.
Muchos escritores hablan de primeras lecturas, de los libros que le impresionaron, para situar el comienzo de su andadura literaria. Yo tendría que hablar de una escalera. Esa escalera, con peldaños de madera muy rugosa, pues así envejece el pino del país, era la que llevaba a los dormitorios en el piso. La planta baja estaba dividida en dos espacios: el de una cuadra interior para el ganado y el comedor campesino. Era la casa de mis abuelos por parte de madre. Allí, alrededor del fuego del hogar, se contaban todas las noches historias. Podría decir que mi vocación literaria comenzó al lado de aquel fuego donde crepitaban las palabras de los mayores tintadas de vino. Pero no. Nació en la escalera.
Yo debería estar en la cama, pero estaba en la escalera, oculto por un tabique de tablas. Ellos no me veían, pero yo, desde mi posición, veía el resplandor del fuego reflejado en los cristales de la ventana del lavadero. Y veía la parte iluminada de sus rostros. La memoria, tan voluntariosa, pinta ahora el lienzo de esa ventana como un Caravaggio.
Esas personas que contaban historias eran distintas a las que yo había dejado minutos antes. Eran las mismas, pero eran distintas. Eran narradores. Colgado en la percha del día, habían dejado el silencio o la parquedad de quien habla con las manos. Mis familiares y algunos vecinos que se unían a la velada eran otros seres, transformados por el lenguaje y los juegos de luz. No tenía sentido preguntarse si lo que contaban era real o era ficción. El relato sucedía en ese momento. Crepitaba con la excitación de las palabras. Era verdad. ¡Era verdad!
Quien haya llegado hasta este punto, quizás piense que les hablo de una especie de estampa campesina idealizada, donde se cuentan leyendas y tradiciones alrededor del fuego. Una especie de redoma, de bola de cristal, donde habita la infancia. Nada de eso.
Los relatos que subían por la escalera para envolver al niño escondido trataban sobre todo de crímenes y guerra, de amoríos en los que no faltaban detalles de erótica lujuria, de escapados, de travesías en el mar y viajes de emigrantes. Es decir, todo muy moderno. Nada de hadas, ni de brujas, ni de duendes. Si acaso, algún aparecido, el ánima de algún muerto que volvía. Pero también eso es muy moderno. En lo alto de la escalera había una bombilla de luz muy, muy débil. Desnuda, sostenida por un cable trenzado. La intensidad de la luz de esa bombilla tenía, para mí, una relación directa, a la vez, con lo que sucedía en los relatos y en el exterior. Disminuía, hasta casi extinguirse, cuando aullaba el viento o arreciaba la lluvia. La voz de quien hablaba se hacía también casi inaudible. Desde entonces, cuando me hablan de "realismo mágico" pienso en la electricidad. En aquella bombilla de pocos watios donde revoloteaba, jugando a quemarse, la mariposa nocturna de la literatura.
Aunque todos tuviesen historias que contar, no todos los mayores las contaban. Había una técnica muy depurada en el contar. No había lugar para las generalidades, para las abstracciones. El relato tenía que ser sensorial: entenderse y sentirse. Hoy diría que las palabras tenían un instinto ecológico: volvían a nacer, recuperaban el sentido. No importaba la medida, en el contar no se aplicaba el sistema métrico decimal. Lo importante era la densidad de emoción. Y el narrador se tomaba libertades formales siempre que estuviesen al servicio de la excitación, como la ardilla que recorre las ramas de un nogal y vuelve al punto de partida con un fruto nuevo.
Los que más habían vivido, los que habían sido, por ejemplo, emigrantes, ponían a veces sus relatos en boca de los otros, de los que contaban y que quizás no habían ido nunca a ninguna parte. Y escuchaban con mucha atención, sorprendidos, emocionados o riéndose, lo que se suponía que era su propia vida como si fuese la primera vez que tuviesen noticia de ella. Y era verdad. Era la primavera vez que su vida flameaba en llamas, excitada, en la cámara oscura de la noche, pegada y esquiva con el mundo real como el vuelo del murciélago.
No eran historias de la vida. Era la vida que contaba historias para sobrevivir una noche más. Para entrelazar soledades. Y también subir peldaño a peldaño, con la memoria a cuestas, los peldaños de la escalera donde se escondía el clandestino."
12 comentarios:
Gracias a Guillermo por sus colaboraciones, como esta que ahora publicamos:
ELLA MALDITA ALMA
“Dura y melancólica, en la cual, sin embargo, la vida aletea y emerge como un maravilloso don.”
Así es calificada por la crítica esta obra de uno de los más insignes escritores gallegos de la actualidad, Manuel Rivas, que busca en ella una respuesta actual, sencilla, irónica y sorprendente a uno de los grandes enigmas históricos: el alma.
No obstante, y además de una certera descripción de la vida rural gallega que, a nuestro pesar, comienza a desvanecerse en nuestra memoria, es también un canto a la fuerza, a la constancia, al optimismo y a la fe, no sin la necesaria dosis de saudade que Manuel Rivas le imprime a todas sus obras.
Prueba de esto es el siguiente fragmento:
“Es la primera vez en mucho tiempo que Mireia devuelve una sonrisa.
El Pórtico de la Gloria, esto sí que es una obra abierta. Todo el mundo tiene lugar en ella. Una vez, cuenta Bastián, llegó un peregrino muy del norte, del país de los vikingos. Larga barba y curtido como cuero de buey por el duro camino. Se sentó allí en la base y ya no se movió. Un mendigo de piedra. Hasta que un día apareció un muchacho a caballo y con otro corcel de la brida. Fue junto a él y únicamente le dijo: ¡Ya puedes volver, papá! Y sin más la estatua se puso en pie y echó a andar tras su hijo.
Mireia y Bastián están sentados en un banco del mirador de la Ferradura. El crepúsculo, la caída del sol al oeste, tras el monte Pedroso, pinta la vieja Compostela de pan de oro y óleos carnales.
- ¿Ves ahora la rosa de piedra, la rosa que nace de la nada?
- Pues no, ríe Mieia.
- Deberías esperar. Hay que darle tiempo al tiempo, ese mago.
Ella le coge la mano y la entrelaza con sus dedos.
- ¡Ah, por fin, un braille de cariño!, exclama Bastián.”
La Rosa de Piedra (Ella, maldita alma)
Hay libros que te descubren el mundo, que te enseñan a entender las emociones, que son como un mapa de navegación por la vida o a través de las geografías de la realidad y de la ficción. Y también hay libros que rinden tributo a la existencia de un objeto cultural, sin el que no existe la historia heredable colectiva o individual, que a lo largo del tiempo ha pervivido contra el acoso del oscurantismo y la irracionalidad que alimentaron las llamas de su destrucción. Brutales lenguas de fuego con las que las guerras saquearon las bibliotecas de Nínive, Pérgamo o Alejandría, al igual que las piras inquisitoriales de España y de la Reforma protestante propiciaron, en Alemania e Inglaterra, que ardiesen los libros de Colonia y de Oxford. Triste botín al que sumarle el que obtuvieron los fascistas que quemaron la libertad encuadernada en la guerra del 36, los libros ejecutados por el nazismo y los que desaparecieron accidentalmente.
Cada uno de estos libros, en forma de recuerdo o de fantasma, está presente en la última novela de Manuel Rivas.
El escritor gallego, heredero de Cunqueiro, Fernández Flórez y Stevenson, ha construido narrativamente un nuevo Arca de Noé repleto de historias y personajes con el propósito de salvar la memoria y la magia del libro del naufragio provocado por esta época de desidia, ignorancia y mediocridad, tanto a la hora de leer como de escribir.
Los libros arden mal se inicia con el regalo de una Biblia con la que Borrow obsequia a un gallego que le salvó la vida y con la quema de libros que los fascistas llevaron a cabo en agosto del 36 en Coruña.
De ese modo, ficción y realidad se transforman en la dársena de partida hacia un viaje donde, lo mismo que un libro nos conduce a otro libro, un personaje nos lleva a otro personaje. Una fabulación sujeta a la pasión narrativa y a la escritura sensorial que facilita el que el escritor gallego también convierta a las apalabras en argumento y en protagonistas de la novela.
En esta novela el libro y su magia renacen de sus cenizas. Una bella metáfora con la que Rivas se lo pone algo difícil a los lectores menos curtidos y propensos a dejarse llevar por el desarrollo de la historia, mientras que se hace cómplice de quienes son el resultado de sus juguetes y de sus lecturas.
LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS (TEXTO COMPLETO)
"¿Qué hay , Gorrión? Espero que este año podamos ver por fin la lengua de las mariposas".
El maestro aguardaba desde hacía tiempo que le enviaran un microscopio a los de la instrucción pública. Tanto nos hablaba de como se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuvieran un efecto de poderosas lentes.
"La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un resorte de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar.
Cando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar ¿a que sienten ya el dulce en la boca como si la yema fuera la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa".Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Que maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de jarabe.
Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender como yo quería a mi maestro. Cuando era un "picarito", la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que cimbraba en el aire como una vara de mimbre.
"¡Ya verás cuando vayas a la escuela!"
Dos de mis tíos, como muchos otros mozos, emigraron a América por no ir de quintos (*) a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América sólo por no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores de la Barranco del Lobo. Yo iba para seis años y me llamaban todos Gorrión. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado.
Prefería verme lejos y no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, el que me puso el apodo. "Pareces un gorrión".
Creo que nunca corrí tanto como aquel verano anterior al ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.
"¡Ya verás cuando vayas a la escuela!"
Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancara las amígdalas con la mano, la manera en que el maestro les arrancaba la jeada del habla para que no dijeran ajua nin jato ni jracias. "Todas las mañanas teníamos que decir la frase 'Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo'. ¡Muchos palos llevábamos por culpa de Juadalagara!" Si de verdad quería meterme miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de la pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de mandil de carnicero. No mentiría si le dijera a mis padres que estaba enfermo.
El miedo, como un ratón, me roía por dentro.
Y me meé. No me meé en la cama sino en la escuela.
Lo recuerdo muy bien. Pasaron tantos años y todavía siento una humedad cálida y vergonzosa escurriendo por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio escondido con la esperanza de que nadie se percatara de mi existencia, hasta poder salir y echar a volar por la Alameda.
"A ver, usted, ¡póngase de pie!"
El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que la orden iba para mi. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mi me pareció la lanza de Abd el-Krim.
"¿Cuál es su nombre?"
"Gorrión".
Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me batieran con latas en las orejas.
"¿Gorrión?"
No recordaba nada. Ni mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré cara al ventanal, buscando con angustia los árboles de la alameda.
Y fue entonces cuando me meé.
Cuando se dieron cuenta los otros rapaces, las carcajadas aumentaron y resonaban como trallazos (*).
Huí. Eché a correr como un loquito con alas. Corría, corría como solo se corre en sueños y viene tras de uno el Sacaúnto. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mi. Podía sentir su aliento en el cuello y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré cara atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba solo con mi miedo, empapado de sudor y de meos. El palco estaba vacío. Nadie parecía reparar en mi, pero yo tenía la sensación de que toda la villa estaba disimulando, que docenas de ojos censuradores acechaban en las ventanas, y que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarle la noticia a mis padres. Las piernas decidieron por mi. Caminaron hacia al Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta A Coruña y embarcaría de polisón en uno de esos navíos que llevan a Buenos Aires.
Desde la cima del Sinaí no se veía el mar sino otro monte más grande todavía, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y nostalgia lo que tuve que hacer aquel día. Yo sólo, en la cima, sentado en silla de piedra, bajo las estrellas, mientras en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi búsqueda. Mi nombre cruzaba la noche cabalgando sobre los aullidos de los perros. No estaba sorprendido. Era como si atravesara la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando llegó donde mi la sombra regia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me abrazó en su pecho. "Tranquilo Gorrión, ya pasó todo".
Dormí como un santo aquella noche, pegadito a mamá. Nadie me reprendió. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como pasara cuando había muerto la abuela.
Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado de la mano en toda la noche.
Así me llevó, agarrado como quien lleva un serón en mi vuelta a la escuela. Y en esta ocasión, con corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.
El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. "¡Me gusta ese nombre, Gorrión!". Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en el medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano cara a su mesa y me sentó en su silla. Y permaneció de pie, agarró un libro y dijo:
"Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso". Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. "Bien, y ahora, vamos a comenzar con un poema. ¿A quien le toca? ¿Romualdo? Ven, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta".
A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas.
Una tarde parda y fría...
"Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?"
"Una poesía, señor".
"¿Y como se titula?"
"Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado".
"Muy bien, Romualdo, adelante. Despacito y en voz alta. Repara en la puntuación.".
El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo.
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una marcha carmín...
"Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo?", preguntó el maestro.
"Que llueve después de llover, don Gregorio".
"¿Rezaste?", preguntó mamá, mientras pasaba la plancha por la ropa que papá cosiera durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza.
"Pues si", dije yo no muy seguro. "Una cosa que hablaba de Caín y Abel".
"Eso está bien", dijo mamá. "Non se por que dicen que ese nuevo maestro es un ateo".
"¿Qué es un ateo?"
"Alguien que dice que Dios no existe". Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón.
"¿Papá es un ateo?"
Mamá posó la plancha y me miró fijo.
"¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa pavada?"
Yo había escuchado muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios.
Decían dos cosas: Cajo en Dios, cajo en el Demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían de verdad en Dios.
"¿Y el Demonio? ¿Existe el Demonio?"
"¡Por supuesto!"
El hervor hacía bailar la tapa de la olla. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor e gargajos de espuma y berza. Una abeja revoloteaba en el techo alrededor de la lámpara eléctrica que colgaba de un cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. Su cara se tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriera a un desvalido.
"El Demonio era un ángel, pero se hizo malo".
La abeja batió contra la lámpara, que osciló ligeramente y desordenó las sombras.
"El maestro dijo hoy que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el resorte de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que mandar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?"
"Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te gusta la escuela?"
"Mucho. Y no pega. El maestro no pega".
No, el maestro don Gregorio no pegaba. Por lo contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos peleaban en el recreo, los llamaba, " parecen carneros", y hacía que se dieran la mano.
Luego, los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como hice mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro rapaz, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, en el que golpearía con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandara darle la mano y que me cambiara junto a Dombodán. El modo que tenía don Gregorio de mostrar un gran enfado era el silencio.
"Si ustedes no se callan, tendré que callar yo".
Y iba cara al ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, desasosegante, como si nos dejara abandonados en un extraño país.
Sentí pronto que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que tocaba era un cuento atrapante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y el sístole y diástole del corazón. Todo se enhebraba, todo tenía sentido. La hierba, la oveja, la lana, mi frío. Cuando el maestro se dirigía al mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminara la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relincho de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomo de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchamos con palos y piedras en Ponte Sampaio contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras.
Hacíamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribimos cancioneros de amor en Provenza y en el mar de Vigo. Construimos el Pórtico da Gloria. Plantamos las patatas que vinieron de América. Y a América emigramos cuando vino la peste de la patata.
"Las patatas vinieron de América", le dije a mi madre en el almuerzo, cuando dejó el plato delante mío.
"¡Que iban a venir de América! Siempre hubo patatas", sentenció ella.
"No. Antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz". Era la primera vez que tenía clara la sensación de que, gracias al maestro, sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, los padres, desconocían.
Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche con azúcar y cultivaban hongos. Había un pájaro en Australia que pintaba de colores su nido con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba tilonorrinco. El macho ponía una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.
Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y feriados que pasaba por mi casa y íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del rio, las gándaras (*), el bosque, y subíamos al monte Sinaí. Cada viaje de esos era para mi como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Una libélula. Un escornabois (*). Y una mariposa distinta cada vez, aunque yo solo recuerde el nombre de una es la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o en el estiércol.
De regreso, cantábamos por las corredoiras (*) como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía: "Y ahora vamos a hablar de los bichos de Gorrión".
Para mis padres, esas atenciones del maestro eran una honra. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos. "No hacía falta, señora, yo ya voy comido", insistía don Gregorio. Pero a la vuelta, decía: "Gracias, señora, exquisita la merienda".
"Estoy segura de que pasa necesidades", decía mi madre por la noche.
"Los maestros no ganan lo que tienen que ganar", sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. "Ellos son las luces de la República".
"¡La República, la República! ¡Ya veremos donde va a parar la República!"
Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia.
Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero muchas veces los sorprendía.
"¿Qué tienes tu contra Azaña? Esa es cosa del cura, que te anda calentando la cabeza".
"Yo a misa voy a rezar", decía mi madre.
"Tu, si, pero el cura no".
Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría "tomarle las medidas para un traje".
El maestro miró alrededor con desconcierto.
"Es mi oficio", dijo mi padre con una sonrisa.
"Respeto muchos los oficios", dijo por fin el maestro.
Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año y lo llevaba también aquel día de julio de 1936 cuando se cruzó conmigo en la alameda, camino del ayuntamiento.
"¿Qué hay, Gorrión? A ver si este año podemos verles por fin la lengua a las mariposas".
Algo extraño estaba por suceder. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban para la derecha, viraban cara a la izquierda. Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca viera sentado en un banco a Cordeiro. Miró cara para arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros era que venía una tormenta.
Sentí el estruendo de una moto solitaria. Era un guarda con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró cara a los hombres que conversaban inquietos en el porche. Gritó: "¡Arriba España!" Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de estallidos.
Las madres comenzaron a llamar por los niños. En la casa, parecía haber muerto otra vez la abuela. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo del agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios.
Llamaron a la puerta y mis padres miraron el picaporte con desasosiego. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en la casa de Suárez, el indiano.
"¿Saben lo que está pasando? En la Coruña los militares declararon el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil".
"¡Santo cielo!", se persignó mi madre.
"Y aquí", continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyeran, " Se dice que el alcalde llamó al capitán de carabineros pero que este mandó decir que estaba enfermo",
Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de pronto cayera el invierno y el viento arrastrara a los gorriones de la Alameda como hojas secas.
Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a la misa y volvió pálida y triste, como si se hiciera vieja en media hora.
"Están pasando cosas terribles, Ramón", oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor todavía. Parecía que había perdido toda voluntad.
Se arrellanó en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer.
"Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo"
Fue mi madre la que tomó la iniciativa aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a la misa. Cuando volvieron, me dijo: "Ven, Moncho, vas a venir con nosotros a la alameda".
Me trajo la ropa de fiesta y, mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo en voz muy grave:"Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro".
"Si que lo regaló".
"No, Moncho. No lo regaló. ¿Entendiste bien? ¡No lo regalo!"
Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. Bajaran también algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos de chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola en el cinto. Dos filas de soldados abrían un corredor desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande.
Pero en la alameda no había el alboroto de las ferias sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.
Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardas, salieron los detenidos, iban atados de manos y pies, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, el de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la orquesta Sol y Vida, el cantero q quien llamaban Hércules, padre de Dombodán... Y al cabo de la cordada, jorobado y feo como un sapo, el maestro.
Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un ruge-ruge que acabó imitando aquellos apodos.
"¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!"
"Grita tu también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!". Mi madre llevaba agarrado del brazo a papá, como si lo sujetara con toda su fuerza para que no desfalleciera. "¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!"
Y entonces oí como mi padre decía "¡Traidores" con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, "¡Criminales! ¡Rojos!" Saltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida cara al maestro. "¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!"
Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. "¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre¡ Nunca le había escuchado llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. "Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso". Pero ahora se volvía cara a mi enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. "¡Grítale tu también, Monchiño, grítale tu también!"
Cuando los camiones arrancaron cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrían detrás lanzando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoi era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: "¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!"
Gracias por un rato de lecturas tan interesantes.
OTRO ENLACE INTERESANTE
http://es.youtube.com/watch?v=Vr_gRrLPIrY
es verdaderamente asombroso lo prolifero que esta resultando este blog-
Un abrazo yo os sigo.
Kiss se sienta en la escalinata abrazada a sus rodillas. La Compañera Sombra, su alma gemela, vuelve a su sitio.
Cuando acaba la música, Kiss dice en alto: ¡Tengo hambre!
¿Qué?
Que tengo hambre. ¿Me invitas a cenar?
Están en una taberna. Un plato de pulpo a feira.
Ella come y bebe como si fuera la primera vez en muchos años.
Es horrible. ¿Cómo podéis comer esto?, dice ella, llevándoselo con repugnancia a la boca.
¿A ti te gusta?, dice él.
Sí. ¡Qué extraño!
El pulpo es un animal futurista. Viene de otro planeta, ¿sabes?
Yo también, dice ella.
Ahora están sentados en la escalinata que une la Quintana dos Mortos y la Quintana dos Vivos.
¿Y de qué planeta vienes tú?, pregunta Manuel.
Creo que se llama Natal. Es de nieve y de candelas. Y desde la ventana se ve un reno.
¿Os coméis a los renos?
Sí. En carne ahumada.
"La rosa de piedra"
Moi interesante.Ánimo e seguide así, graciñas por un novo aporte cultural.
Una vez entrelacé mi vida con la de un hombre y, de la fusión de ambas nació un cuento; un hermoso cuento.
Pasado el tiempo y rota la cuerda que nos unía, cuando los días de lluvia la vida llora el dolor de la pérdida, me siento en la escalera, vuelvo sobre mis pasos y comienzo el relato de mi vida.
Olé para "la" mari:
Entre los dos podríamos cantar aquello de:
"Tu recuerdo sigue aquí como un aguacero,
rompe fuerte sobre mi, pero a fuego lento.
Quema y moja por igual.
Y ya no sé lo que pensar, si tu recuerdo me hace bien o me hace mal.
Un beso gris un beso blanco,
todo depende del lugar,
Que yo me fui eso está claro,
pero tu recuerdo no se va.
Siento tus labios en las noches de verano,
ahi están, cuidándome en mi soledad,
pero a veces me quieren matar."
Ricky.
Un gran blog. Seguide adiante.
Loitador insigne da nosa terra. Merecido oco neste blog.
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